Modernidad y olor a pólvora, por Dr. Abdel-Wahhab El Messiri
Cada vez se habla más en Occidente (y también en nuestros países) sobre la modernización en todos los ámbitos: el político (la democracia), el económico (más privatización) y el educativo (adecuar las materias de estudio a los modernos criterios occidentales). Algunos han comenzado a decir que el islam es, por naturaleza, contrario a la modernidad, y diversos pensadores árabes e islámicos han salido en su defensa para afirmar lo contrario, aduciendo la prueba irrefutable de que el islam, por naturaleza, no sólo no es contrario a la modernidad, sino que la acoge con los brazos abiertos y puede adoptar sus fórmulas y valores.
Este debate presupone que el término “modernidad” tiene un significado y connotación definidos, que la modernidad es ahistórica y que sus manifestaciones no varían de una civilización a otra, o de una época histórica a otra, y que hay una sola modernidad. Habitualmente acudimos a los diccionarios occidentales para conocer el significado preciso de un término y saber qué quiere decir exactamente, y tras leer las distintas acepciones y admitirlas en todo o en parte con una seguridad pasmosa, surge el problema de cómo traducirlo sin comprobar dichas definiciones y examinar hasta qué punto se corresponden con la realidad, tanto si se trata de la nuestra como si se trata de la occidental; y sin estudiar las revisiones a que se ha visto sometido el término en Occidente, ni la historia de la evolución del fenómeno a la que se refiere el término en cuestión. El término “modernidad” no constituye ninguna excepción a la regla. Existen muchas definiciones del concepto de modernidad, pero hay un cierto consenso en cuanto a que la modernidad está totalmente ligada al pensamiento de la Ilustración, que parte de la idea de que el ser humano es el centro y el señor del Universo, y de que su intelecto es lo único que le hace falta, tanto si se trata de estudiar la realidad como de ordenar la sociedad o distinguir entre el bien y el mal. En este marco, la ciencia se convierte en la base del pensamiento, la fuente de sentido y valores; y la tecnología es el mecanismo fundamental en el afán de explotar la naturaleza y reestructurarla para que el ser humano consiga su felicidad y beneficio.
Ésta podría parecer a algunos una definición exhaustiva, o al menos suficiente, pero si analizáramos la cuestión con más detalle, hallaríamos que la modernidad no es simplemente utilizar el intelecto, la ciencia o la tecnología, sino utilizarlos valores aparte, o como dicen en inglés: value-free, y ésta es una dimensión importante en el orden de la modernidad occidental, puesto que en un mundo desprovisto de valores, todas las cosas son iguales y, a partir de ahí, relativas; y cuando eso sucede cuesta juzgar cualquier cosa y resulta imposible discernir entre el bien y el mal, la justicia y la injusticia, e incluso entre lo esencial y lo relativo, y finalmente entre el ser humano y la naturaleza o el ser humano y la materia. Y aquí se plantea la misma cuestión: ¿cómo pueden dirimirse las disputas y conflictos, cómo pueden solventarse las diferencias si todas ellas están en el centro mismo de la existencia humana? En ausencia de valores absolutos que invocar, el individuo o el grupo étnico se convierten en su propia referencia: lo que obra en su beneficio es lo fundamental, y lo que no, es el mal. Esto es lo que lleva a la aparición de la fuerza y la voluntad individuales como único mecanismo para dirimir los conflictos y solucionar las diferencias.
Ésta es la modernidad adoptada por el mundo occidental, que le ha hecho verse a sí mismo, no al ser humano o a la humanidad, como el centro del mundo, y a ver el mundo como un material de obra que emplear a su favor, teniendo en cuenta que es el más avanzado y poderoso. Por ello, el orden de la modernidad occidental es en realidad un orden imperialista darwiniano. Ésta es la verdadera definición de la modernidad, tal y como ha resultado históricamente, y no como se define léxicamente. Ésta es la definición que nos permite leer muchos de los fenómenos modernos.
En su manifestación moderna, Occidente aseguraba que era una civilización humana (humanística) la que había hecho del ser humano el centro del Universo, que las sociedades occidentales mantenían su cohesión desde el punto de vista social y familiar, y que muchos de los fenómenos negativos que podemos observar nosotros mismos y que leemos en revistas y periódicos, convertidos ya en un patrón estable y un fenómeno definido, no eran más que sucesos dispersos, no indicios, y por lo tanto era sencillo relegarlos como marginales. Así, los reformistas (liberales, marxistas e islamistas) proclamaban todos ellos la necesidad de seguir a Occidente (es decir, de adoptar el orden de la modernidad occidental), y no había voz alguna que se opusiera o criticara la modernidad; antes bien todos cantaban sus glorias, y en gran medida tenían razón para ello, pues el tipo de modernidad que conocían en aquellos tiempos no era para menos.
Pero poco a poco la modernidad occidental desvelaría su rostro darwiniano, enviándonos sus ejércitos coloniales para destruirlo todo y a todos, y convertir nuestros países en material de obra, fuente de materias primas y mano de obra barata, y en un mercado siempre abierto a las mercancías occidentales. Se diría que los pensadores reformistas en un primer momento no relacionaron la modernidad y el imperialismo occidentales. Visitaban las capitales de Occidente y no veían más que luz e Ilustración, mientras sus cañones arrasaban nuestros países, por lo que eran quienes permanecían en ellos los que contemplaban las llamaradas, escuchaban el estruendo de las bombas y respiraban el olor de la pólvora.
Cuenta un libro de historia que a un jeque argelino le dijeron que las fuerzas francesas sólo habían venido para extender la moderna civilización occidental por toda Argelia. Su respuesta no se hizo esperar, seca, breve y elocuente: “Entonces”, repuso, “¿para qué han traído tanta pólvora?”. Aquel jeque vio desde el principio la relación entre modernidad occidental e imperialismo, al igual que lo percibieron así muchos después de él. La época de los descubrimientos geográficos y el Renacimiento en Occidente (s. XVII) es también la época en que comenzó la exterminación de millones, como dice el dirigente Ben Bella: “Esta moderna deidad industrial asesinó a toda una raza (la amerindia), es decir, a los habitantes indígenas de las dos Américas, y se llevó a la flor y nata de otra (la negra) por medio de los negreros, reduciendo a millones a la esclavitud, lo que eleva la cifra de víctimas del proceso a unos cien millones de seres humanos, teniendo en cuenta que por cada esclavo que hacían los negreros occidentales se mataba a cambio a nueve”. A continuación hace Ben Bella referencia a los habitantes de México que fueron exterminados, y a los de Argelia, millones de los cuales fueron exterminados durante sus reiteradas revueltas contra el colonialismo francés. A ello puede añadirse la Guerra del Opio en China y las hambrunas que ha padecido la India por culpa de la aplicación de las modernas leyes occidentales de la propiedad privada; dos guerras mundiales, la primera de las cuales le costó a la humanidad veinte millones de muertos, y la segunda, cincuenta; las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y las victimas de los campos del Gulag en la Unión Soviética. El héroe de la fantástica Temporada de emigración al norte de Tayeb Salih resumió la situación con sencillez al decir: “Oigo... el ruido de las espadas romanas en Cartago, el estruendo de los cascos de la caballería de Allenby hollando la tierra de Jerusalén. Los buques surcaron el ancho del Nilo por primera vez llevando cañones, no pan; las vías férreas se trazaron originalmente para transportar soldados, y las escuelas las crearon para enseñarnos a decir ‘sí’ en su idioma”.
Llegaron los ejércitos coloniales y el mundo árabe y musulmán se hizo añicos, su población se vio sometida a todo tipo de colonialismos: militar en Egipto, Siria, Líbano, Marruecos, Sudán, Iraq y Libia; de colonización en Argelia; y de colonización y ocupación en Palestina. Dicho colonialismo colaboró con las fuerzas tradicionales y reaccionarias de la sociedad, y trató de impedir la modernización de nuestro particular mundo occidental, echando por tierra la experiencia de Muhammad Ali, la primera modernizadora fuera del mundo occidental, para más adelante sofocar la revuelta popular de Urabi y respaldar y apoyar con sus modernos ejércitos al jedive. Así hasta que los mismos establecieron modernos Estados, que de modernos sólo tienen sus aparatos represores y securitarios. Luego el moderno mundo occidental trasplantó en medio de nosotros, por la fuerza de las armas, a un grupo de colonos que pretendían que Palestina era una tierra sin pueblo, y que ellos eran un pueblo judío que regresaba a la tierra de sus antepasados, de acuerdo con la versión bíblica.
Sionistas y norteamericanos exigen en la actualidad que se modernicen las instituciones de la Autoridad Palestina, aunque es sabido que los sionistas ―como los colonialistas― se negaron desde un principio a tratar con los sectores modernos de la sociedad palestina, como los sindicatos obreros y los partidos políticos (de hecho asesinaron a uno de los líderes sindicales palestinos antes de 1948), y prefirieron hacerlo con los tradicionales, creyendo que el trato con ellos sería más maleable, en vista de que no entendían la naturaleza de la ofensiva colonial británico-sionista que se les venía encima. Pero sus expectativas se vieron frustradas, y cuando establecieron conversaciones con algunos líderes tradicionales (bajo la dirección del jeque Rashid Reda), los palestinos expresaron su deseo de modernizar la sociedad y no encontraron pega alguna en recurrir a capital y expertos extranjeros, a condición de que se aplicaran principios democráticos, a saber, celebrar elecciones libres donde cada ciudadano tuviera voz y voto, como único medio de lograr la paz. Jaim Weizmann comentó que esa paz era la de las tumbas, y estaba completamente en lo cierto, puesto que llevar a la práctica los ideales democráticos en Palestina suponía que los colonos sionistas fueran minoría, no tuvieran control sobre el devenir de los palestinos ni establecieran ese Estado suyo, exclusivamente judío, en el que insistían, sostenido con todas sus fuerzas por el moderno y democrático Occidente. Un comentarista israelí ha dicho que el Estado sionista ya no es un Estado democrático, sino un Estado demográfico (o sea, de mayoría judía). Ahora reclaman que se modernice el régimen político árabe y el sistema educativo islámico, pero modernizar aquí significa en realidad socavar los valores y las estructuras culturales que nos procuran una cierta coherencia, la cual nos permite a su vez resistir a los intentos de invasión militar y cultural. De ahí que un comentarista haya descrito este tipo de modernización como una modernización natural, es decir, aquella que nos hace aceptar la injusticia que se comete contra nosotros, y la explotación que nos desangra y oprime. Pero los efectos negativos de la modernidad darwiniana no sólo nos atañen a nosotros: se ciernen sobre todo el mundo, sobre toda la especie humana. Esta modernidad ha planteado la idea de progreso infinito como fin último del hombre, pero el progreso siempre es un movimiento hacia un fin para el que los diccionarios no tienen definición, pero el cual, en la práctica, todos sabemos que consiste en someter el mundo entero para beneficio del hombre occidental. El consumo y el incremento del consumo se han convertido en el principal indicador de progreso; el consumo, por parte del hombre occidental, de interminables recursos naturales, llegándose al extremo de que la población occidental, que sólo representa un 20% de la del mundo, consume un 80% de sus recursos naturales. La población americana consumió el siglo pasado más que toda la humanidad a lo largo de su historia, pero los recursos naturales son limitados, lo cual ha provocado la crisis medioambiental que va a acabar con todos nosotros. En un estudio se dice que, de generalizarse por completo el progreso a la occidental, la especie humana necesitará seis planetas para extraer de ellos materias primas, y dos para arrojar sus desperdicios. Todo esto quiere decir que el proyecto de modernidad darwiniana de Occidente es un proyecto imposible, del que sólo se beneficia el mundo occidental y algunos miembros de las élites gobernantes del Tercer Mundo. La darwiniana orgía estadounidense contra Iraq no es más que una expresión más de que la clase dirigente norteamericana se ha percatado de esa realidad, y desea la hegemonía sobre las fuentes de recursos naturales, en un mundo en que escasean, para que el norteamericano mantenga sus elevados índices de consumo, que es lo que le promete la modernidad darwiniana.
Para todos nosotros está claro que el precio material y moral que hay que pagar por el orden de la modernidad darwiniana es extremadamente alto. Tomemos primeramente el aspecto material: algunos estudios hablan de lo que se denomina capital natural fijo, es decir, aquellos elementos de la Naturaleza que no se pueden reemplazar, y existe una estadística que mantiene que si se contabilizaran los costes reales de cualquier proyecto industrial occidental (o sea, la ganancia monetaria directa menos la pérdida que resulta de consumir el capital natural fijo), resultaría que el proyecto es deficitario, y que el éxito y durabilidad que ha logrado el proyecto industrial occidental se debe a que la especie humana en su conjunto ha pagado ese precio, siendo el occidental solo el que se lleva el botín. Ello ha conducido al exorbitante coste del progreso que pregona la modernidad imperialista darwiniana: la erosión de la capa de ozono, la contaminación de los mares, la desertificación resultante de la deforestación, los residuos nucleares, la polución y el recalentamiento de la atmósfera.
La modernidad darwiniana tiene su efecto sobre el tejido social y sobre sus estructuras dirigentes... Mencionemos algunos de los distintos fenómenos sociales negativos: erosión de la familia, falta de comunicación entre la gente, enfermedades mentales, aumento del sentimiento de alienación, soledad y enajenación, aparición del hombre unidimensional, predominio de los paradigmas cuantitativos y burocráticos sobre el ser humano, incremento de la violencia y la delincuencia (el sector penitenciario es el que se expande más rápidamente de la economía norteamericana), la pornografía (los costes materiales de producirla y los morales de consumirla); la mercadería banal (que no aporta nada al conocimiento del hombre ni profundiza en su sensibilidad, cuya producción y consumo representa socialmente una pérdida de tiempo); la inflación del Estado y su hegemonía sobre los individuos a través de sus aparatos securitarios y educativos; la hipertrofia del sector del entretenimiento y los medios, invadiendo la vida privada y cobrando un papel descomunal a la hora de forjar la imagen, sueños y aspiraciones del ser humano, por más que a sus responsables ni se les elige ni se les piden responsabilidades; el aumento de los gastos armamentísticos y las herramientas de destrucción masiva (se dice que, por primera vez en la historia de la humanidad, se gasta más en armamento que en comida y vestimenta); la posibilidad de destruir el mundo en un instante (mediante armas nucleares) o gradualmente (por la contaminación), y toda la desazón que esto provoca en el ser humano moderno. En este punto, confluyen los efectos materiales con los morales, resultando imposible diferenciar unos de otros.
Muchos pensadores occidentales se han dado cuenta de estos aspectos sombríos de la modernidad darwiniana y fórmulas como “crisis de la modernidad”, “crisis de sentido” y “crisis moral”, son habituales en la sociología occidental e indicio de que esa percepción va a más. El pensamiento de los verdes, exactamente igual que el rechazo a la globalización y el capitalismo salvaje, el pensamiento de la Escuela de Frankfurt y las nuevas teorías que hablan de un desarrollo sostenible y abogan por desplegar una globalización solidaria, son todos intentos de rechazar la modernidad darwiniana que amenaza a la población del planeta y a la humanidad del ser humano. En el plano de su crítica a la modernidad darwiniana, decía Roger Garaudy (antes de convertirse al islam): “La batalla de nuestro tiempo es en contra del mito del progreso y del crecimiento a la manera occidental, pues se trata de un mito suicida, y es también una batalla contra la ideología que se caracteriza por separar ciencia y tecnología (la organización de los medios y la capacidad) por una parte, y la sabiduría (concebir los fines y el sentido de nuestras vidas), por otra. Esta ideología se distingue por enfatizar una individualidad exacerbada que escinde al hombre de sus dimensiones humanas y, al final, ha creado una tumba que basta para enterrar el mundo”.
En eso lleva toda la razón, pues la modernidad a la occidental comenzó arguyendo que veía al hombre como el centro del mundo, y ha terminado con las palabras de Michel Foucault: “Uno no puede sino afrontar con una risotada filosófica a todo aquel que desea hablar del hombre, de su reino y su liberación... pues el hombre se desvanecerá como un dibujo en la arena de la playa, borrado por las olas del mar. El mundo comenzó sin el ser humano y terminará sin él. Lo cierto y seguro en nuestros tiempos no es tanto la ausencia o la muerte de Dios como el fin del hombre”1.
La promesa de la modernidad occidental era confirmar la centralidad del ser humano en el Universo, pero lograrla históricamente nos lleva a todos a paso ligero hacia la muerte del hombre; o más aún, hacia la muerte de la naturaleza. La actitud humana hacia la modernidad darwiniana desprovista de valores es parte de esta revolución mundial y de la voluntad de revisar los conceptos anti-humanos que sojuzgan la civilización moderna.
Por tanto, sería más práctico que todos unieran sus fuerzas y cooperaran para generar un proyecto modernizador árabe e islámico que formara parte de un intento general de la humanidad por superar la modernidad darwiniana, carente de valores, basada en el conflicto, la competencia, la lucha de unos con otros y el consumismo en escalada, hasta llegar a una modernidad humana, que parta de nuestra humanidad común; una modernidad que organice la sociedad de otro modo, que no vea en el hombre pura materia ni se disocie de los valores... sino que tenga lugar en su marco, que entienda que la consecución de la felicidad no se produce necesariamente aumentando la riqueza, esquilmando la naturaleza y explotando al ser humano, sino adoptando valores humanos, adoptando los ideales de justicia, solidaridad, compasión y equilibrio (consigo mismo y con la naturaleza). De ello depende nuestro bienestar... y el de toda la humanidad.
Pero... sabe Dios.
Traducido por Antonio Giménez y Rodrigo Delclaux
1 Foucault, Michel. El orden de las cosas.